La yacuaregazú

Cuando el hombre sintió el pinchazo en la axila, pegó un grito y se desmoronó sobre la hojarasca del sendero.

—¿Qué pasa? —preguntó, alarmada, su mujer.

Edema era una misionera de edad indefinida, de una flacura lindante con lo esquelético, que venía cargando desde Ipuberá con un yacaré de 18 kilos, vivo, comprado en el mercado de la plaza.

—Una yacuaregazú— jadeó el hombre, sentado en el suelo, revisando frenéticamente entre los pliegos de su camisa de brin.

—¿Te picó?

—Me picó.

Edema sabía preparar el yacaré en rodajas no más anchas que la palma de una mano, sazonadas con cebollas angurí y trozos de mandioca. O arrollado, atado como un matambre para evitar que se escape, en caso de no estar bien muerto, tras el primer hervor.

Más de una vez le había ocurrido cuerear un yacaré, quitarle las entrañas, salarlo y verlo luego salir huyendo con una gallina entre los dientes, al primer descuido.

«Yacaré mboró pubé» solía decir Edema, y no le faltaba razón.

—¿Dónde te picó?

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La salud de los enfermos

Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepe despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.

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Su entera carencia de estilo

Sucede que a veces las verdaderas tragedias de la vida ocurren de una manera tan inartística, que nos hieren por su cruda violencia, por su incoherencia absoluta, su absoluta necesidad de sentido, su entera carencia de estilo. Nos afectan lo mismo que la vulgaridad. Nos dan una impresión de pura fuerza bruta y nos rebelamos contra eso. A veces, sin embargo, una tragedia que posee elementos artísticos de belleza atraviesa nuestras vidas. Si estos elementos de belleza son reales, despierta íntegra y simplemente en nosotros el sentido del efecto dramático. Nos encontramos de pronto, no ya como actores, sino espectadores de la obra. O más bien somos ambas cosas.

Oscar Wilde. El retrato de Dorian Gray, p102 (1890)

¿Qué hace un cronopio cuando se enamora? Pierde la cabeza, eso y se dedica a cortar margaritas. 

Julio Cortázar.
Historias de cronopios y de famas (1962)