Tiempo de felicidad

Aunque hacía dos años que no cruzaba con ella una mirada, Orson Welles era todavía, en la primavera de 1947 (el divorcio llegó en otoño), marido de Rita Hayworth, cuando ella se ofreció al eternamente cabreado Harry Cohn, jefazo de la Columbia, para protagonizar con Welles un thriller de relleno de lote, La dama de Shanghai, ínfimo para su condición de máxima estrella de Hollywood. Welles, que dirigía también la película y escribió los diálogos del personaje, Elsa Bannister, a la medida de la segundona Barbara Laage, no se sorprendió ante el ofrecimiento de una mujer cuyas interioridades eran para él un libro abierto en el campo de batalla del doloroso matrimonio que padecieron. Cuando, años después, la actriz evocó como «el tiempo de la dicha» ese infortunado desamor, Welles dijo a unos amigos con voz más sombría que de costumbre: «Si aquello fue la felicidad, imaginad lo que habrá sido para ella el resto de su vida».

Ángel Fernández Santos. Tiempo de felicidad. El País, 27 de abril de 1998. Extracto.

El otro

Cuando me dijeron que no puedo ser Juan José Millás en Internet porque alguien se lo ha pedido antes que yo, mi primer impulso fue poner una denuncia. Luego, como el abogado me salía más caro de lo que valgo, decidí dejar las cosas como están. Ese loco que pretende ser yo no tiene ni idea, pues, de la vida que le espera. Si ha de pasar en la existencia digital por la mitad de lo que yo he pasado en la analógica, no tardará en salir corriendo de mi cuerpo. Entre tanto, me divierte asomarme cada día al ojo de cerradura de la Red y ver a qué se dedica mi reflejo cibernético. De momento, no se dedica a nada: está ahí el pobre, en medio de un escaparate desolado, esperando que alguien lo compre. Pero quién va a comprarlo. ¿Quién va a comprar un Juan José Millás binario, por favor? No tiene ni idea el individuo que se ha metido en mi pellejo lo que me cuesta venderme cada día. Y eso que en la versión analógica sé arreglar enchufes y reparar grifos y colgar cuadros y lavar y planchar y cambiarle al coche la batería y el aceite.El único que podría comprarme soy yo, y no porque no pueda vivir sin mí, sino por lástima. En las películas de esclavos, siempre me identificaba con el esclavo que no compraba nadie. No importa al precio que me pongas, muchacho, no lograrás venderme ni a mí mismo: mi lástima no llega a tanto. Y, cuando llega, es compensada por un golpe de ira, porque hoy por hoy me detesto más de lo que me deseo. Si tuviera que elegir entre darme veinte duros y darme un tiro, me pegaría un tiro, no lo dudes. Ignoro cuánto has pagado por ser yo, pero por poco que sea has hecho un mal negocio. Antes de lo que te imaginas, vendrás a pedirme de rodillas que me haga cargo de mí mismo, tiempo al tiempo.

Pero no me intereso. Ni bañado en oro volvería a ser yo. Estoy hasta los huevos de la versión original, que dicen que es la buena, de modo que no quiero ni imaginar cómo serán las copias. Agradecería, pues, que te apropiaras también del familiar Juanjo Millás antes de que tenga un momento de debilidad y lo haga yo por pena. No olvides tomar Almax para el ardor de estómago, y Trankimazín para la angustia. Para la culpa no he encontrado nada todavía.

Juan José Millás. El otro en El País 20 Oct. 2000