Cuatro comienzos

Tenemos todos dieciséis, diecisiete años – pero sin saberlo de verdad, es la única edad que podemos imaginarnos: a menudo sabemos el pasado. Somos muy normales, no se concibe otro plan que el de ser normales, es una inclinación que hemos heredado con la sangre.

Alessandro Baricco (1958). Emaús.

Algo pasa en Vilcabamba. Algo que le permite a  su gente vivir ciento diez, ciento veinte y hasta ciento cuarenta años. No sólo viven mucho. Viven mucho con una salud envidiable y sin prestarle atención a los consejos médicos.

Ricardo Coler (1956). Eterna Juventud.

Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivian en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil.

Ian McEwan (1948). Chesil Beach.

Hace cuarenta y cinco años, cuando vivía en Lahore, tenía un amigo algo mayor que yo llamado Platón. En una ocasión, Platón me hizo un favor y, en un arranque de generosidad juvenil, le prometí devolvérselo con creces si en cualquier momento me necesitaba.

Tariq Ali (1943). La noche de la mariposa dorada.

Esther

Florence y Edward

La vio acercarse caminando por la playa, una forma que al principio solo era una mancha añil contra los guijarros que se oscurecían, y que a veces parecía inmóvil, contornos que destellaban y se disolvían, y otras veces súbitamente más próxima, como una pieza de ajedrez adelantada unas cuantas casillas hacia ella. El último resplandor del día bañaba la orilla, y detrás de Florence, hacia el este, lejos, había puntos de luz en Portland, y la base de la nube reflejaba el débil fulgor amarillento de las farolas de una ciudad lejana. Le miraba deseando que avanzara más despacio, porque sentía un temor culpable y tenía una necesidad acuciante de disponer de más tiempo. Temía cualquier conversación que fueran a mantener. A su modo de ver, no existían palabras para expresar lo que había ocurrido, no existía un lenguaje común con el cual dos adultos cuerdos pudieran describirse aquellos sucesos. Y discutir al respecto rebasaba aún más los límites de su imaginación. No había discusión posible. Ella no quería pensar en el asunto, y confiaba en que él opinara lo mismo.

Ian McEwan (1948). Chesil Beach (2007)